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Naupayán, figura relevante de la mitología patagónica

Por Óscar Aleuy / 28 de septiembre de 2024 | 22:14
¿Es la figura del chilote Naupayán una invención que por años ha venido acompañándonos? (Foto redes sociales)
En 1888, el chilote Remigio Naupayán fue fusilado por un pelotón del regimiento 21 de Ancud. Lo fueron a buscar al calabozo de la cárcel de Castro por haberse ensañado con medio centenar de personas.
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Se cree que un extraño espíritu filibustero se apoderó del alma de este infeliz chilote que buscaba venganzas y desagravios. El que más odio le causó, fue el industrial lituano Robert Noreikas, que hacia 1860 instalaba su monumental empresa de tala de ciprés para construir durmientes de ferrocarril. Noreikas había amasado una fortuna a costa de trabajos forzados de chilotes y mapuches. Otro guaitequero, Anselmo Barrientos, mantenía en actividad una flota de embarcaciones. Cuando murió Naupayán, se encendieron las alarmas y crecieron los motivos para inventar desvaríos inconcebibles, esos que siempre van de la mano con las supersticiones y la nigromancia. El chilote acribillado había entregado su alma a una especie de purgatorio, para pagar sus pecados. Muchos aseguraron incluso que antes de ser fusilado ya se había ido anticipadamente al infierno. Los más resignados lloraron su muerte y su paso por el mundo al haber sido favorecidos con justos jornales y sentir algo así como un halo luminoso de gratitud. Muerto ya el chilote, algunos paisanos se acercaron a rogar por su alma, quedándose cerca del cadáver que se encontraba recogido sobre una carreta a la espera de que alguien vaya a reclamarlo. Tres días después de ocurrido el fusilamiento, su mujer legal, Rebeca Huitrayán, avanzó desde Castro y Terao para enterrar el cadáver de su hombre, el que se realizó sin sepulte alguno, entre ayes lastimeros y oraciones. Desde los visillos de sus ventanas los lugareños mostraron indulgencias y perdones bajo un ojo común que escudriñó los pormenores del espectáculo sin perder de vista ningún detalle.

El ambiente donde transcurrían los acontecimientos a fines de 1800. (Foto Lanchas chilotas en la bahía)

El Castro que arma los espacios de vida

En esa fecha, Castro no pasaba de ser una pequeña aldea de unas veintiocho callejuelas plagadas de caballos y carretas con hombres sentados al pértigo. Una gran actividad comercial dominaba el emplazamiento, en torno al cual se habían levantado casas de dos aguas tapiadas con tejuelas de ciprés. La verdadera intención de Naupayán no sólo había sido usurpar las riquezas a los ricos. La mitad del botín se fue al mar, donde un equipo de buzos con escafandra hacía descender unos balandros de acero tapados con mallas, que se hundían en las profundidades. 

Durante una extracción de locos en la colina de Rugres, en mar profundo al lado de las selvas de Amengual en Aysén, Naupayán quiso regresar a la superficie pero no alcanzó a calcular los tiempos y se descompensó. En su loca desesperación, sus dedos rozaron los extremos de las redecillas de los tesoros. Los pesados cofres con monedas y joyas se habían movido unos centímetros debido a las corrientes marinas que avanzaban hacia una apertura en la gruta de la colina. Subió nadando y en cosa de segundos el oxígeno nuevo lo revivió. Volvió a sumergirse y, enfilando hacia la última cuerda, se dio cuenta que se encontraba bajo tierra en una cueva subterránea muy ventilada y luminosa, un lugar seco y extenso donde se respiraba bien. 

Primeras emboscadas y asesinatos

Una mañana de mar calma, Naupayán con doce de sus hombres a bordo del chalupón a vela vio cruzando por los crespones de mar una goleta que cargaba provisiones con unos siete pasajeros y la bolsa del correo. Vieron su nombre en la proa: Jilguero. Subió Naupayán a la nave con otro de sus compañeros y los invitó a bajar a tierra para compartir un asado y brindar. Pero apenas pusieron pie en la isla los atacaron con cuchillos y fierrazos cerca de la fogata. Siete hombres usaron después dos botes para acribillar con sus rifles a los que permanecían a bordo y descargaron parte de la mercadería, se apropiaron de todo lo que traía la nave, la calaron y la hundieron. 

Un periódico de Castro deslizaba el comentario … presumiblemente exista una caverna subterránea donde se esconden arrobas de oro y plata. Las goletas cargadas de ciprés, pieles de nutrias, coipos y lobos de mar, son asaltadas, sus tripulantes asesinados y las embarcaciones hundidas. Hasta bergantines de tres mástiles han hundido los Naupayán, que según cuenta la gente, han jurado asaltar e incendiar Melinka y matar a todos sus habitantes. 

Libros, tratados, análisis, entrevistas, estudios, favorecen las imágenes de un mundo de filibusteros chilotes en los archipiélagos.
El mundo de Naupayán, rodeado de mar, lanchuelas, gente y noches de desenfreno. (Foto Grupo NLDA)

Esta especie de filibustero patagón se había hecho famoso por recolectar grandes botines robados a navíos extranjeros que pasaban por ahí. Pero ¿dónde almacenaba todo eso? ¿Alguien le vio alguna vez con tesoros por los poblados, cargándolos en mulas desde la fronda selvática? Es probable que haya descubierto algo en el cerro Rugres, que lo convirtió en escondrijo, ganándose el repudio de unos y la admiración de otros. Probablemente todo su botín haya ido a parar bajo el mar, que no era otra cosa que el descubrimiento que calladamente se guardó por mucho tiempo, sin compartirlo con nadie. De Naupayán siempre se dijeron muchas cosas, rodeadas de un halo de misterioso y secreto. Mentiras, invenciones, entelequias. Todas ellas cubiertas por la pátina indeleble del cotilleo y la murmuración

Se avizoran sus primeros dominios

El chilote Naupayán ganó tiempo y fama. En cosa de meses estableció un efectivo esquema de poder. Todo lo que se movía por las líneas de navegación del archipiélago pasaba a ser una caricatura de muerte y destrucción representada por sus dominaciones. No fue fácil escapar de los arteros ataques del pirata, ya que la mayoría de las víctimas iban privadas de lo más elemental para la defensa, y sin preparación alguna para contrarrestar sus sorpresivos abordajes. Remigio Naupayán era un sanguinario pirata de la Patagonia. Se comentaba en varios lugares que el miedo y la suspicacia al escuchar su nombre, había crecido a tal grado que no era extraño ver a boteros y pescadores retirándose para siempre de las islas en busca de otra vida, como si desearan alejarse para siempre en la mitad de una guerra. Era casi imposible que el chilote Naupayán y sus hombres estuvieran perdiendo el tiempo en juergas y libaciones. Habían acumulado tal cantidad de joyas y tesoros, que casi todos los espacios alrededor se encontraban atiborrados, y no era raro tropezarse con cofres o arcas de las bodegas y chancherías, incluso los lingotes de oro que permanecían enfundados en sacos paperos cerca de las caballerizas que a esas alturas ya estorbaban el paso. Dadas las circunstancias, las reuniones de los lunes se fueron convirtiendo de a poco en motivo para organizar un plan de ocultamiento y camuflaje de los tesoros y posesiones. Como era altamente probable que hasta sus más honestos y leales hombres fueran capturados y obligados a confesar, el líder decidió acercarse cada vez más al enclave submarino de Rugres, y lo hizo reuniendo a su gente más cercana para anunciarles que en poco tiempo iniciarían movimientos de exploración a la gruta para buscar la forma de esconder todas sus riquezas.

En un par de días reunió a media docena de elegidos. Una pesada lanchona con pertrechos y dos calaveras colgadas en la punta de un mástil, se hizo a la mar y en sólo un par de horas atracó en la puntilla del norte. Al llegar, prefirieron no levantar ningún campamento, ya que se encontraban en la línea de navegación Cisnes Melimoyu. Por lo tanto, escogieron la alternativa de irse derecho hasta las faldas de Rugres en busca de un paso favorable que no llamara la atención ni despertara sospechas. Penetraron con las tres embarcaciones a una entrada de mar que sobrepasaba la base del montículo y se fueron a esconder debajo de los frontones, un lugar de aguas poco profundas, ideal para anclar y quedarse. En un par de intensas jornadas armaron un muelle de postes que se internaban hacia un parapeto interior, a ver si lograban levantar ahí una especie de acantonamiento, y al tercer día descansaron, justo cuando daban las cinco de la tarde en medio de una borrasca que anunciaba aguaceros. La concavidad y el enclave llevaban el mismo nombre: Monte Rugres. Lo que venía ahora era buscar la forma de ocultar los tesoros, para lo cual enfrentaron una nueva peripecia de plazo perentorio. 

 

El ocultamiento de sus riquezas

Castro parece esconderse ante la llegada de Naupáyán a sus espacios colmados de trabajo y placeres. Sus grupos estuvieron bien organizados hasta que llega el momento de pagar sus desmanes. (Foto redes sociales)

Naupayán descendió con su escafandra y hurgando el socavón submarino fue directo hasta la gruta para estudiar el área y convertirla en un escondite inexpugnable. En turnos de ocho hombres cada vez, se edificó bajo el mar una bodega de acopio con un sistema de transporte a través de veredas de postes, un muelle y una vivienda de troncos ensamblados. Terminada la obra, se pudo definir la única entrada a la gruta evitando llamar la atención con boyas o balizas. El líder ordenó que todos los hombres se quedaran a vivir en el enclave. Después reclutó al personal para firmar un compromiso vitalicio, y hacerlos depositarios de la fortuna como socios accionistas y copartícipes de la sociedad en calidad de miembros activos. Sería esa la única forma de profundizar lazos y atesorar una obligación sin límites y lo más efectivo para ganar confianzas y tesituras. 

Siete días después se iniciaría el traslado y el acopio de las arcas, los baúles y los cajones. Ese lugar de vientos tempestuosos y torbellinos, conservó calladamente algunos secretos que soplaban al oído sucesos propios del lugar. En los tratados de la Conquista, en tiempos del Virreinato del Perú, el mentado caso nos dejaba mirando a todos hacia el naufragio de uno de los cuatro galeones españoles de los mares australes. El Remige se hundió frente a Rugres junto a la nave Trinidad

Con el tiempo, la tierra cambió y empezaron a sentirse ruidos irreconocibles en faldas y laderas de promontorios, parecidos a rugidos de volcanes y desórdenes telúricos de desaforada índole. Paralelamente en el villorrio se dieron encuentros inesperados al interior de los dos bares de la comarca, y los comentarios de los clientes sobre hechos protagonizados por filibusteros, subieron de tono en los alrededores. Se comentó años más tarde que esta gente prefirió esconder lo robado en ciertos lugares que nunca nadie descubrió y que el secreto fue guardado celosamente en la memoria de los hechores. Se escogieron los más estratégicos emplazamientos como El Rugres y el Cerro La Cruz que se divisan incluso desde una punta sur al pasar hacia el Corcovado por el Canal Refugio. Qué mejor lugar que ése para esconder tesoros, donde constantemente circulan naves sobre un mar a veces tempestuoso y traicionero. 

Vida licenciosa y sin límites

Naupayán pasó muchos días encerrado con unos veinte hombres en los prostíbulos de Castro, rodeados de vaqueritas coquetonas que por unos botellones se iban a retozar en lo más oscuro de los patios. Muchas otras noches iguales se agregaron a la primera que pasaron en la pensión, cuando Remigio llegó a pasearse junto a las sucias casitas de pescadores que colindaban con las tabernas, bares, hoteles y lupanares. Cuando llegó a Guaitecas, se encontró con calles cálidas, buenas gentes y movimientos de chalupas y velerillos que trabajaban en carguíos y fletamentos. No traía amigos este Remigio y tampoco deseaba tenerlos o hacerse de ellos. Solo se acercó a algunas gentes a preguntar por alojo y escogió uno cerca del molo de atraque, con ventanucos en lo alto y vista al malecón. 

Le llamó la atención la riqueza, y el modo de trabajar desde las estrechas bodegas de los lanchones, con un sitio de embarque atestado de cargadores y pionetas. Se sintió conmovido frente al desbande de grupos y la ferocidad en el trato. Vio muchos cuerpos tumbados después de las reyertas y sintió que en ese lugar había más botellas de licor que autoridad.  En un ambiente enfervorizado, trató y bebió con algunos paisanos, rió y estableció lazos con ellos. Total, se dijo, en este pueblo sin ley cualquiera puede llegar hasta donde le alcance. 

Pronto se juntó con otras gentes para compartir ideas, aprendidas a la luz de los fogones en medio de las playas del puerto. Se habla de todo cuando los botellones se destapan, aparecen nombres, familias, situaciones, se conversa de cada cual, y las biografías lo revelan a uno. En esas noches libertinas, de boca de sus mismos compañeros conocería a personas con las que siempre discreparía, como un industrial griego y patrón de mar de nombre Noreikas, y otro conocido como el rey del ciprés de nombre Anselmo Barría, más apaciguado y con menos aires de superioridad que el griego. 

La historia del chilote Naupayán puede considerarse un jirón irresistible de tiempo detenido en los recuerdos de los pioneros del Sur. Si en algo sobresale su figura es en la fuerza vital de sus fechorías y ese lastre de terror y desconcierto que provocó su presencia en los lejanos tiempos de fines del siglo XIX.

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