La semana pasada dijimos que había que seguir cuidando la democracia, porque había ciertas señales de polarización excesiva, que podrían terminar con algunos asomos de intolerancia, claramente funestos para todos.
El domingo y los días siguientes, no obstante, solo ha habido demostraciones de amor por nuestro sistema de convivencia social. Ha sido respetada y fortalecida la tradición republicana que consiste en gestos como el rápido reconocimiento de los resultados por parte del candidato perdedor, el llamado del Presidente de la República a su sucesor y el posterior encuentro entre ambos para ir adelantando detalles de lo que será la transmisión del mando en marzo venidero.
Los partidarios de Gabriel Boric ofrecieron espectaculares manifestaciones de festejo a lo largo de todo el país y salvo algunas banderas, latas y cajas de cartón que dieron más pega a los trabajadores de Aseo y Ornato, no hubo nada que lamentar. Quienes respaldaron a Juan Antonio Kast, por su parte, arriaron los pendones y tomaron el camino a casa pensando en el futuro, porque al igual que el fútbol, la política también suele dar revanchas. El tiempo dirán si su espera ha sido en vano o no.
La democracia chilena, una vez más, dio muestras de una madurez ya consolidada, esta vez ayudada por cifras tan contundentes que nadie se atrevió a insinuar siquiera que haya habido algo raro. No podemos olvidar que tenemos instituciones que funcionan. A lo mejor no todas, pero el Servel es la envidia del mundo, por mucho que todavía sigamos votando en papelitos y mediante traslados que para algunos resultan muy largos, especialmente cuando las micros demoran más de la cuenta en aparecer sobre el horizonte.
Ya se ha dicho bastante acerca de quien será nuestro próximo number one, el más joven en la historia de los presidentes y los detalles que rodean su vida. Aunque su compañera dice que hay que repensar el rol de la primera dama, hay otros detalles que están más definidos. Por ejemplo, ya tenemos el primer árbol de Chile, al que seguramente habrá que rodear con un cerco para que los puntarenenses y los turistas no lo echen debajo de tanto subirse a él, así como ya se conoce al primer perro de Chile, el Browni, regalón de S. E. electa.
En cambio, va a ser necesario esperar un poco para conocer a los integrantes del primer gabinete y las otras autoridades que ocuparán los cargos de confianza del nuevo mandatario. Por nombres no nos quedamos y el tema serviría para un sistema de apuestas tipo la extinta Polla Gol, con premios en metálico o gift cards para los que atinen con exactitud.
Al mirar las imágenes del millennial que nos va a gobernar desde marzo nos llama la atención un poderoso detalle. ¿Desde cuándo no tenemos un gobernante que usara barba?
Obviando lógicamente a Michelle Bachelet, por bastantes décadas hemos tenido en La Moneda solo a caballeros de pelo corto y riguroso afeitado. Cuando mucho una retrospectiva nos muestra los moderados bigotes de Pinochet, Salvador Allende, Carlos Ibáñez del Campo o Pedro Aguirre Cerda, por nombrar a los más conocidos.
Y eso que no han sido poco, recordando a los titulares, a los vicepresidentes, a los interinos por muerte del presidente, a los que pasaron hasta por un par de días en medio del despelote de los años 30, tenemos que llegar hasta don Emiliano Figueroa Larraín, quien, en representación del Partido Liberal Democrático, tomó las riendas del país entre el 23 de diciembre de 1925 y el 10 de mayo de 1927.
Don Emiliano portaba una elegante pera de chivo, de candado o barba alemana, como suele definirse a ese tipo de aditamiento a la presencia varonil.
Figueroa, poco recordado a casi cien años de su paso por La Moneda, fue el primer presidente elegido bajo la flamante Constitución de 1925, pero estuvo muy presionado por el verdadero poder en las sombras del general Ibáñez, así que optó por renunciar a la presidencia y dejar el camino libre a quien era popularmente conocido como “El Caballo” (Ibáñez del Campo).
Emiliano Figueroa no lo pasó mal en su vida, porque además de presidente ocupó varios cargos relevantes, pero tuvo mucha mala suerte cuando llegó su hora. Murió en 1931 en un accidente de tránsito en una esquina de Santiago, cuando viajaba como copiloto en el automóvil de un amigo. Como cruel paradoja, chocaron con un vehículo estatal.
Y eso que en aquel entonces los automotores se contaban con los dedos de una mano en todo Chile.
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