Al despuntar los 70 compartía mis horas de estudiante con Ignacio Balcells cuando explotaron los laberintos de mi primera literatura en la Católica de Valparaíso. A través de la algazara de Ritoque y una especie de sortilegio social que mostraba una forma de embeleso y arrobamiento, nos creímos dueños de la vida. Entre un murmullo de espacios libres y una primera voz sobrevolando por el aire de la playa de Ocho Norte, llegamos un día a darle duro a los tarros de petróleo en los arenales con nuestros highbass que invadieron de tambores todas las dunas y todas las olas del ruidoso mar pacífico.
Ignacio se incorporó a los trabajos de verano junto con una cincuentena de estudiantes y una tarde cualquiera llegaron a buscarme con inaudito escándalo a la casa natal entre bulliciosos gritos y saludos. No sólo al Nacho le impresionó el encuentro. Creo que todos nos sentimos unidos y sobrecogidos al tocar el mismo lado en el mismo momento de algazara. Dos días pasaron entre gritos, consignas, carne de chiporro y entonaciones gauchas medio cantaditas.
Una de las páginas inolvidables de nuestro paso por la UCV en 1969 es ésta, cuando la gente de Literatura y Lenguas se fusiona con grupos de Arquitectura a través de los recordados Ramos Libres. Fuimos a Ritoque mientras se estaba pensando la Ciudad Nueva y nos descubrimos en la recóndita Amereida que emergió desde la profunda aula de la sede de Recreo, y situó nuestra mirada hacia la salida del sol. De ahí provienen las lealtades y esa especie de asunción de la vida de unos melenudos inconexos, con los hermanos Aranda, el Checho, Ignacio Balcells, el Tuka, Alquinta y otros grupos libres que siguen vigentes, como Los Jaivas, Congreso y el inconfundible Tomás de Rementería.
La Amereida y el vínculo de Balcells con García
Cuando murió repentinamente Balcells, su rostro plácido y sereno pareció conservar esas raíces enquistadas entre las selvas y el océano. Quiero meterme en su mágica prosa y ahondar en esa idea que nació cuando estábamos juntos y que tiene que ver con la verdad de una exploración aysenina, donde aparece el padre García Alsué y algunos otros. Es que él, con su llama siempre viva y encrespada, nos dejó metidos en esa historia con todo lo que significa y simboliza.
García y Moraleda pertenecen ya por derecho propio a la denominación de descubridores del Aysén que aún no es conocido por persona alguna. Ambos, llegado el momento de enfrentarse al territorio virgen en 1763, no pueden dejarlo pasar inadvertido. No el sacerdote, con su arrobadora presencia mística, ni Moraleda quien tuvo a su cargo las mediciones y exploraciones de un río que se conocía como de los Desamparados, el primer nombre de Aysén.
Tengamos en cuenta desde esa perspectiva que, con gestos nobles y casi inmortales, García Alsué es capaz de alternar el orden lógico de la existencia con la carga espiritual que emana de sus creencias y su fe. Lo evocamos hace mucho más de doscientos años en un chinchorro a vela y remos internándose por estos canales todavía sin nombres en busca de desalmados aborígenes. Inesperadamente llegó un día de océanos tempestuosos que lo enfrentarían a una situación límite, que ni las más fervorosas oraciones ni las más selectas letanías lograrían impresionar al Dios de esas olas y esos vientos de dolor. Su lanchuela está preparada para lo peor y ya casi todo se termina, cuando el sacerdote toma una cuerda imaginaria en sus dedos ateridos de frío, amarra una medalla con la efigie de San Francisco Javier y la echa al agua en un gesto tan especialmente altivo y rimbombante, que aquel magnífico acto adquiere por sí mismo ribetes de favorecimiento.
Aún recuerdo unos párrafos que leí de Balcells en esos momentos anteriores a su magna obra Aysén, Carta del Mar Nuevo. Tuvo cuidado de colocar las palabras precisas para que sepamos por qué estaba aquí en verdad: Me vine a Aysén para poner mi cuerpo en vilo sobre el mar. Me vine a Aysén para que mi cuerpo a flote, por certeza del abismo, entrara en miedo. Me vine a Aysén porque el miedo (no cualquiera: el del mar, el de los terremotos, el miedo que es inminencia del abismo) reduce el cuerpo a un estado de fragilidad tal que el espíritu puede ver a través de él como si carne y huesos fueran transparentes. Como hace dos mil años ya lo hizo Horacio, creo que ese miedo lúcido es otro nombre del entusiasmo poético. Sí, sí: el miedo es una musa, y estos mares de Aysén me han regalado largamente con su terrible visita. Esa carta la escribía Balcells a su amigo José Luis del Río solicitando financiamiento para su gran obra (Puerto Chacabuco 1987).
La famosa medalla suspendida en un lazo imaginario
¿Qué hizo García Alsué encaramado a embarcaciones tan débiles y poco resistentes al horror de una tormenta, para oponer resistencia a la dantesca situación que vivía en alta mar? ¿Y por qué en medio de esta verdadera batahola echó la medalla del santo pendiendo de un cordel a las aguas furibundas? Hay algunos que creen que el jesuita, tan ingenuo y heterodoxo, buscaba algo para castigar al santo, como un motivo para que él sufriera lo que cristianos devotos suyos soportaban en carne y hueso sin ser oídos.
¿No era justamente ahí, en la piragua, donde la medalla permitía compartir la suerte de sus tripulantes, medio vivos y medio muertos entre el aire y el agua? ¿Qué castigo peor que ese podía haber en la hondura quieta del mar?
Fue esa noche de tormenta que el padre García pasó por las afueras de la isla Guamblin, lo que le hizo entender completamente el verdadero significado de haber echado al agua una carnada. Un señuelo hecho para pescar la paz de todas las honduras. ¡Imaginen un pequeño óvalo de plata con la figura del santo oscilando, apenas iluminada por la suave luz submarina del océano, al sacerdote diez metros más arriba, extenuado y despavorido, sujetando el cordel de la medalla en medio de las olas rabiosas, las ráfagas, los turbiones y los gritos de desesperación de sus marineros! En medio de una tormenta o a través de un fiordo abrupto. ¿Dónde puede fondear un barco sino en la paz de las aguas? Como Francisco predicando a los animales, el padre García halló en la naturaleza otra dimensión para la palabra. Pero, de agua como es el mar ¿cómo podía oír? El jesuita calló y hundió una imagen para convertir al mar. En esa imagen hundida en el agua como un señuelo, fue atrapado el pez fabuloso de la paz de esas hondonadas. El presbítero recogió entonces el cordel y sacó al aire la medalla completamente mojada. Al hacerlo, sacó simbólicamente al sol de entre las nubes, y por ende a su piragua de los huracanes. Ese día fue fundado el Aysén de García Alsué, pero no el Aysén nuestro, sino otro, el Aysén anterior. Ese día no se puso una primera piedra; se descubrió un señuelo inaugural y entonces picó el pez imposible, que era el padre de todos los peces, el alimento de todos los hombres, la remuneración de todas las turbaciones. Ese día picó la paz en la medalla. Tal como Balcells muy artísticamente lo declara y lo describe.
Han pasado dos siglos desde entonces y los hombres siguen aquí echando sus embarcaciones al agua con cautela, siguen mirando las nubes y desgarros del aire con ojos ansiosos. Y siguen naufragando y muriendo. Desde ese día los que mueren aquí en el mar mueren en el mundo y no fuera de él, en un páramo de la creación. Y cuando en un lugar de la tierra la muerte recobra el sentido, entonces ya los hombres pueden vivir en él. Esa es la paz de la que hablo. Por eso digo que el jesuita, lúcido de miedo ese día de zozobra, fundó este Aysén con su sola cuerda y una medalla.
Parece tan simple escribir de esa forma estas palabras. Y tanto Ignacio como todos nosotros así lo pensábamos cuando se inició esta conmoción allá en el espacio blanco y sagrado de las dunas de Viña del Mar, donde los Jaivas permitían sus rituales de ruidos e iniciaciones. El canto vertiginoso de la fundación es también el misterio de la propia creación, una especie de infinito desnudándose ante la tierra que nace, frente a la hondura magistral del océano que son el mismo García Alsué y sus profundas reflexiones.
El diario de viajes ayuda a entender la simbología
El mismo diario del jesuita está dividido en tres estadios distribuidos lógicamente, una unidad temporal netamente cronológica que considera un tiempo total de tres meses y siete días, entre el 23 de octubre de 1766 hasta el 30 de enero de 1767. Aparecen tres propósitos bien definidos: una tarea evangelizadora de jentiles paganos, una misión geopolítica que considera una preocupación por explorar tierras ignotas y una inveterada búsqueda de connacionales en las áreas de exploración.
La presencia de símbolos en estos viajes es fundamental, ya que se funciona frente a los significados cristianos más recurrentes, la cruz, el misterio de la muerte y el nacimiento, las medallas, el bastón, las vestimentas, los discursos en la soledad de las islas y el océano, la presencia de los santos que protegen y que entran a tallar como los salvadores vitales y espirituales frente a la posibilidad de morir, que es lo que se deduce sobre la actitud de García de arrojar al mar la medalla atada como un señuelo, con el afán de lograr la benevolencia protectora de San Javier.
También las acciones de los indígenas, hacia quien dirige sus propósitos evangelizadores el cronista, están matizadas de la descripción de diversa simbología mítica, como sucede, por ejemplo, el día 10 de noviembre, cuando la tripulación ingresa a la laguna de San Rafael de Ofqui o con propósitos rogativos. …se subieron de la laguna al lugar de alojamiento… tres piraguas, por la tarde nos impidió la lluvia trabajar, pero la ocupó un indio caucahue en pintarse la cara, i preguntado por qué hacía aquello, respondió que lo hacía para que hiciese buen tiempo.
De lo que estoy seguro y doy fe es que en Ritoque todo reclama volver, pero se muere, igual como el acto de fe de García Alsué, dejando un sello que sigue latiendo para siempre.
Los comentarios y conclusiones
Hay eruditos cuyas reflexiones asombran. Ximena Urbina descubre cómo se procuran de alimentos, explicando su forma de cazar lobos marinos y el aprovechamiento de los huevos de pájaros.
Pero también el jesuita dejó anotadas prácticas culturales que les parecieron supersticiones, como el teñirse la cara con carbón para saludar a la nieve (en realidad, el hielo) en la laguna San Rafael; el no echar el cochayuyo al fuego, por temor a que se alborotase el mar; o el no levantar la cabeza para mirar al cielo si pasaba sobre ellos una bandada de papagayos, porque habría mal tiempo.
Me quedo con el cierre que plantea la poeta Ana Asensio, cuando quiere dejar atrás la Amereida que nos propusieron el Tata Cruz y Godofredo Giommi. Y lo dice exclamando con rabia: esa travesía por espacios vivos envejece, como la vida. Desaparece, como la muerte. Entierra a sus creadores y habitantes bajo las arenas de las que nacieron.
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