El 22 de mayo de 1960 quedó grabado a fuego en la memoria de las personas que lo vivieron, incluso los efectos de esa vivencia parecen haber sido traspasados a los descendientes, siendo traído al presente una y otra vez como referente de catástrofe.
La destrucción de la ciudad de Valdivia, el maremoto a lo largo de la costa, el Riñihuaso, son conocidos por muchos, aparecen en reportajes, documentales y libros, sin embargo hay otros rincones de la zona donde el desastre golpeó con igual fuerza, pero no tienen lugar en la memoria regional.
Uno de esos capítulos semi-ocultos es lo que sucedió en el lago Maihue, hoy compartido entre las comunas de Futrono y Lago Ranco, un golpe rotundo y mortal a la geografía y a la vida humana en ese lugar retirado. En aquella época el aislamiento era la característica de esa zona cuyo centro era, igual que hoy, el lago encajonado entre los cerros cordilleranos, sus riberas habitadas en su mayor parte por comunidades mapuche-huilliches que se dedicaban a la agricultura y la pequeña ganadería cuya cotidiana y bucólica existencia se quebró cuando la tierra se sacudió violentamente, tanto que nadie pudo mantenerse en pie.
No solo las personas se abatieron, las propias montañas se tambalearon, crujieron, y en la zona sur del lago el cerro de Los Guindos se desgarró, y quien sabe cuántos miles de metros cúbicos de terreno se desplomaron incontenibles hacia el lago, provocando un violento y mortífero tsunami (o lagomoto también le llaman), que golpeó toda la ribera del Maihue, en especial el lado norte del lago, llevándose casas, bienes, y vidas.
El pescador que sorteó la gran ola
En ese tiempo mi abuelo, Aniceto Raihuanque, vivía en Rupumeica junto a su familia, según me contó la única de sus hijas que sobrevive, mi madre. Don Aniceto ese día domingo salió a pescar en bote al lago, y en medio del agua se encontraba cuando la tierra liberó su furia, Los Guindos se rompió cayendo incontenible a las aguas lacustres, y mi abuelo no tuvo alternativa en qué pensar cuando una descomunal ola se le fue encima, solo quedaba tratar de cortar la ola. Y lo hizo.
“El bote iba a andar arriba y volvía abajo, unas tremendas olas, él decía que se iba a ahogar nomás, pero sabía manejar el bote y le hizo empeño de salir, y salió”, relata María, mi madre, rememorando lo sucedido hace 60 años. Él fue afortunado, ya que se supo de otras personas que a la misma hora se movían por el lago en un bote, pero no sobrevivieron al golpe de la ola.
Así que a salvo, Aniceto pudo darse cuenta de la calamidad que golpeaba las orillas, se apresuró a retornar a tierra firme mientras todo el entorno herido se empeñaba en recuperar la normalidad. El agua había avanzado varias decenas de metros hacia el interior, arrancando árboles, borrando todo.
Ya en tierra de lo primero que se dio cuenta fue que el antiguo cementerio de Rupumeica, que en esa época tenía “casitas” de la misma particular arquitectura funeraria que conserva el actual cementerio de la Misión San Juan de la Costa, había sido borrado por la ola. “Las sepulturas que estaban de recién no se sabe si el agua les sacó la urna, porque con la fuerza del agua quedaron los hoyos nomás”.
Después de que el lago se calmó, en las orillas quedó una enorme cantidad de trozos de árboles, restos de casas, “hasta cosas de comer, quintales de harina, porque casas que estaban a orilla del lago se las llevó la ola, casas enteras con gente. En Carrán a la orilla del lago eran puras casitas, y no quedó nada”.
En Rupumeica, inexplicablemente una casa instalada cerca del borde lacustre se salvó del tsunami, “pasó la ola por los dos lados, y la casa se escapó, fue un milagro”. El dueño de la casa se llamaba Pascual y su señora Antonia.
Muchas personas murieron cuando se encontraban en un culto evangélico en el sector de Carrán, vecino a Rupumeica. “En Carrán había un culto, esa iglesia quedó enterrada, ahí murieron 3 hermanos que iban de Rupumeica, los Navarro, esa iglesia se tapó con una corrida que vino. Y no se pilló ningún muerto, nada. Dicen que harta gente se perdió ahí”.
Una vez que el gran desastre pasó, por semanas continuaron los temblores, el río Caicayen se estancó por poco tiempo (afortunadamente), el estero Fiuko cambió su curso al desembocar en el lago. Los mayores de la comunidad se reunieron en lepún (nguillatún) para rogar al Padre Creador que las fuerzas primordiales se aplacaran, y el recuerdo de ese terremoto quedó patente en la gran cicatriz que se observa en el cerro Los Guindos.
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